DATE A TI MISMO COMO OFRENDA 6/9

“¡Que el hombre trabaje con sabiduría, y con ciencia y
con rectitud, y que haya de dar su hacienda a hombre que nunca trabajó en ello!
También es esto vanidad y mal grande” (Eclesiastés 2: 21).
TESTAMENTOS
Como
cristianos fieles y mayordomos honrados de los bienes de nuestro Dios, debemos
estar preparados para ir al descanso en cualquier momento. Cuando llegue ese
día debemos estar seguros de que los bienes confiados están en completo orden y
serán dejados en buenas manos.
Al
hacer un testamento, debemos redactarlo y legalizarlo de tal manera que esté
libre de confusión y ambigüedades, todo debe estar claro.
¿QUIÉNES DEBEN SER
LOS BENEFICIADOS DE NUESTRO TESTAMENTO?
Por
supuesto deben estar la esposa y los hijos que aún requieren el cuidado
materno, incluyendo su educación.
Evidentemente
en el testamento debe incluirse como beneficiaria la Obra de Dios, ya que lo
que está en nuestras manos es un bien confiado por el dueño absoluto de lo que
tenemos.
En
el testamento no debe incluirse la larga lista de parientes y allegados
simplemente porque es la costumbre y el protocolo tradicional. No hay ninguna
razón para dejar algún bien a alguien que no tiene ninguna necesidad. También
es de mal criterio dejar lo que le pertenece a Dios a alguna institución
caritativa, deportiva, política o estatal.
Sería
mal visto por Dios y es pecado el hecho de que lo que en vida recibimos de
Dios, a la hora de la muerte estos bienes pasen inclusive a las manos de hijos
ociosos, viciosos y profanos, los cuales invertirán en fortalecer su vida
licenciosa.
A
través de un testamento sabiamente elaborado por un abogado y legalmente
registrado podemos dejar a la Iglesia de Dios y a la familia prudente los
bienes que son propiedad del que nos creó; esto es ante Dios, hacer tesoros en
el cielo. Esto es tener un corazón y un sentido común santificado por el
Espíritu Santo.
“¡Que el hombre trabaje con sabiduría, y con
ciencia y con rectitud, y que haya de dar su hacienda a hombre que nunca
trabajó en ello! También es esto vanidad y mal grande” (Eclesiastés 2: 21).
Continuará…